6.29.2010

Expedientes Gigno: Roma

Expedientes Gigno: Roma

Capitulo 01: Planes de viaje

- ¡¡¡Tiiiiiia, que la semana que viene nos vamos a Roma!!! ¡¡¡Que nos vamos a Roma, capital de Italia!!! ¡¡¡Con los romanos, capitanes de los tios buenos!!!

Miranda apartó un poco el teléfono de su oreja, temiendo que los gritos de su mejor amiga, Lucía, la dejaran sorda. Con los ojos en blanco, intentó cortar la alegría de su amiga. Al fin y al cabo, tan solo llevaba un cuarto de hora despierta y aún no era persona.

- Vale, Lucy, YA SÉ que el viaje a Roma es la semana que viene y que vamos a ligarnos a todo bicho viviente, pero ¿te importa dejar de gritármelo?

- Hija, que me mala leche…

- Es que acabo de levantarme y mi cerebro sigue medio dormido… y ya sabes el mal despertar que tiene. Bueno, ¿me has llamado por alguna razón en particular o sólo para dejarme sorda?

- Llamaba para ver si mi mejor amiga estaba en condiciones de acompañarme a hacer unas compras, dile que me llame cuando se le pase el mal humor, ¿vale? ¡Gracias!

- Espera, espera… que si me das media hora para vestirme, comer algo y convencer a mi cerebro de portarse como una persona, puedes llevarme a donde quieras…

- No me tientes… de momento, me conformo con que me acompañes a la librería y a un par de tiendas. Pero arréglate tranquila, que yo también me acabo de levantar, hace una horita de nada, y aún estoy en pijama y sin peinar. Paso a buscarte en un rato, ¿eh? Unos tres cuartos de hora, no más. Hasta ahora.

- Hasta ahora…

Tras colgar, Miranda se quedó mirando fijamente el teléfono inalámbrico, preguntándose cómo una persona podía llevar levantada “una horita de nada” y seguir tranquilamente en pijama. Podía imaginarse perfectamente a Lucía tirada en el sofá, viendo alguna de las series de adolescentes que solían programar las televisiones para las mañanas de las vacaciones.

- Cómo se nota que no tiene mascotas, ¿verdad, Nemi? – le dijo a su perra, una mezcla entre pastor belga y podenco de pelaje completamente negro – Ni una madre trabajando y un padre en paradero desconocido… ¡ni un gato cabrón! – añadió sacudiendo el pie derecho para que el minino la soltara - ¿Dónde está papá, Nemi? ¿Le llamamos, a ver dónde demonios se ha metido? – el animal se limitó a mirar a su amita marcar números en el teléfono, mientras movía alegremente la cola – Ay, que alegre es la vida de animal casero…

Una hora más tarde, Miranda y Lucía paseaban por una avenida del pueblo en el que vivían, en la que se concentraban casi todas las tiendas dignas de ser visitadas por dos jóvenes recién graduadas en el instituto.

- …y entonces va y me dice que no pensaba decirle nada. ¿Tú te crees? Pobre chaval… es que a veces se pasa, ¿verdad? – Lucía detuvo de golpe su parloteo, al darse cuenta de que Miranda no la escuchaba. Miranda, por su parte, parecía distraída, mirando un vestido – Y luego apareció un dragón morado lanzando fuego verde y nos llevó al mundo de Oz. ¡Mira!

- ¿Eh?

- Que un dragón nos llevó al mundo de Oz. ¿En qué mundo habitas tú?

- Te estaba escuchando, Lucy.

- Ya, claro, y yo tengo la cinturita de ese maniquí que te tiene obsesionada.

Miranda evaluó el reflejo de su amiga en el escaparate. Lucía era una chica de hueso ancho, como ella. Ambas tenían caderas amplias y solían quejarse por estar “algo pasadas de peso”, aunque el chocolate les gustaba demasiado como para poder hacer un régimen demasiado estricto. De cualquier manera, hacía un par de años que Lucía y ella habían decidido ponerse en serio con el tema de su cuerpo, pues estaban convencidas de que su peso, o al menos la forma de su cuerpo, era la causa por la que los chicos las rehuían. Aunque Miranda tenía serias dudas acerca de la veracidad de esa aseguración, Lucía, en su momento, estuvo plenamente convencida, así que ambas hicieron un pacto a los quince años: ponerse en forma, perder al menos dos tallas y conseguir un novio al cumplir los dieciocho. Los dieciocho habían llegado, seguían solteras y los buenos propósitos sobre alimentación sana y ejercicio diario habían desaparecido hacía tiempo. Aún así, ambas habían reducido visiblemente su volumen (aunque puede que una estabilización hormonal y unos centímetros más de altura ayudaran)

Miranda sabía que su amiga era bonita: tenía unos ojos preciosos, ocultos tras un maquillaje que no les sacaba todo el partido, y un pecho más que bonito, además de una preciosa melena color castaño oscuro, casi negro. Miranda estaba convencida de que con un buen peinado y ropa y maquillaje más acordes a su color de piel, ojos y cabello, pues el estilo de su amiga no era lo más adecuado para sacarse partido. Claro que sus gustos provenían de las revistas de moda para adolescentes, cuyo gusto estético era más que cuestionable para cualquiera que entendiera de la auténtica moda. Además, la ropa de Lucía, aunque abundante, no era de la mejor calidad, algo que resultaba evidente para quien acostumbrara a llevar tela y zapatos de buena calidad, pero no para la gente del pueblo en el que vivían, cuya juventud, cortada por el mismo patrón, respondía a las modas fijadas por las grandes cadenas de ropa, que en muchos casos vendían prendas de peor calidad a mayor coste. Pero eso era algo que Miranda jamás le diría a su amiga, una auténtica apasionada de la moda y las compras. En parte porque era su mejor amiga y no quería herirla por algo que, en el fondo, no era más que una cuestión superficial, en parte porque tendría que explicarle por qué era una repentina experta en moda y estilismo, cuando en el pueblo era conocida por ir vaqueros y zapatillas, coleta y sin maquillar.

- Oye… si tanto te gusta ese vestido, ¡entra y pruébatelo!

Miranda intentó resistirse, argumentando que probablemente no estaría su talla o le quedaría mal. No le dijo la verdadera razón por la que se había quedado mirando ese vestido.

- Vamos, probárselo es gratis – Lucía empujó a su amiga dentro del probador.

Sabiendo que su amiga no la dejaría tranquila hasta que le viera el vestido puesto, Miranda se cambió rápidamente. Al verse con el vestido puesto, suspiró. Era un vestido bastante bonito, de color azul oscuro, dos tirantes amplios y con un bonito fruncido en la zona del pecho. La tela era ligera, pues estaba pensado para ser utilizado en días soleados.

- “Muy parecido al que llevé en la fiesta de los premios Lawrence Olivier*… salvo que este está pensado para pasear bajo el sol y el otro era un diseño exclusivo de Dior, claro. Pero el color es idéntico y la forma…” – La mente de Miranda voló a una fiesta a la que asistió un par de meses atrás, llena de gente elegante y rica, como acompañante de uno de los chicos más guapos del mundo. Una auténtica noche de ensueño. Pero Miranda no se engañaba, había asistido a esa fiesta por razones laborales, no por placer. Y precisamente por esas razones, no podía contar a nadie que había asistido a esa fiesta. Y por eso no podía explicar por qué aquel vestido le había llamado la atención.

Los ojos de Lucía se abrieron de sorpresa al ver a su amiga.

- ¡Mira! ¡Ese vestido te está como un guante! Deberías comprarlo y llevártelo al viaje.

- Ya, y patearme Roma con un vestido bien corto y unos tacones de quince centímetros.

- Mujer, también quedará bien con unas sandalias…

- No, este vestido necesita unos zapatos de tacón blancos y un bolso de mano – comentó distraídamente Miranda, mirándose y remirándose en el espejo, medio perdida aún en sus recuerdos.

- ¡Jooooé con la experta en moda!

Miranda se mordió la lengua, consciente de que aquello le tenía que haber sonado muy raro a su amiga. Al fin y al cabo, se suponía que Miranda Ballester no se preocupaba por la moda.

- Bueno, es que el otro día estuve en la consulta de la psicóloga y me tocó esperar un buen rato… Así que me puse a mirar unas revistas de moda que tenía por ahí y en una había un vestido muy parecido a éste, decía como combinarlo y tal – se explicó.

- Ah, ¿sigues yendo a la psicóloga? Creía que tu problema era es estrés…

- Y lo es.

- ¿Entonces…?

- ¿Entonces qué?

- Bueno, me imaginaba que, ahora que ya hemos terminado el curso y el selectivo, tu estrés habría desaparecido.

- “Ay, Lucía, si yo te contara el tipo de estrés que yo tengo…” – pensó Miranda – Sí, bueno, ya estoy mejor, aunque aún tengo un par de cosillas pendientes…

- ¿Ah, sí? ¿Cómo cuales? ¿Un chico que te trae por la calle de la amargura?

Miranda sintió un escalofrío.

- “Tranquila, Lucía es sólo una chica muy intuitiva… y ni eso, está de broma” – puso los ojos en blanco, fingiendo hartazgo – No, nada de chicos. Solo soledad provocada por una amiga que me tiene abandonada – la pinchó en broma.

- Bueno, tranquiiiiila. Ahora que ya no me juego mi futuro en un puñadito de folios, puedo sacarte a pasear cada vez que tengas que hacer tus necesidades.

Una sandalia salió volando de detrás de la cortina que ocultaba a Miranda. Lucía la atrapó al vuelo, riendo.

- Ay, Mia, estas sandalias son preciosas…

- ¿Sí? Me las compré en Roma, cuando fui con mis padres. Tenía unas que se rompieron y tuvimos que entrar en la primera zapatería que encontramos. Costaron una pasta, pero son bonitas y muy cómodas.

Al salir del probador, Miranda se sorprendió por la mala cara que tenía su amiga. Su habitual alegría se había esfumado y parecía preocupada, con la mirada aún en la sandalia.

- ¡Lucy! ¿Qué pasa?

Lucía volvió de donde quiera que su mente estuviera y esbozó una sonrisa para tranquilizar a su amiga.

- Nada – dijo, jugueteando con la sandalia – Es que de repente me ha venido una mala sensación, como si fuera a pasar algo malo… Qué tontería. Estamos de vacaciones, hemos terminado el instituto para siempre y la semana que viene nos vamos a Roma. ¿Qué puede ir mal?

- Mmmm… no sé, ¿que los macizos italianos que nos vamos a ligar tengan novias campeonas de lucha grecorromana, tal vez? – bromeó Miranda, intentando evitar que su amiga notara el escalofrío que le había recorrido la espalda.

- O que todos los italianos potables estén de vacaciones – continuó Lucía, deseosa de recuperar el buen humor.

- Bueno, sea lo que sea, saldremos adelante. Oye… ¿piensas devolverme la sandalia o tengo que irme descalza a casa?

Siguieron paseando y bromeando durante un rato, mirando tiendas y probándose ropa, en busca de algo “completamente ideal que nos haga parecer dos diosas, para que todos los italianos caigan rendidos a nuestros pies”.

Ya sola, de camino a casa, Miranda dejó que la alegría se esfumara y los pensamientos que había estado evitando toda la mañana camparan libremente por su mente.

Se paró en un escaparate, para fingir que se miraba y, así, poder controlar mejor las lágrimas que estaban a punto de caer por sus mejillas. Era un ejercicio que había aprendido hace tiempo: fingir mirar un escaparate y aprovechar para hacer otra cosa, como controlar sentimientos que no interesaba mostrar u observar a quien pasara por la calle en ese momento.

Miranda buscó la mirada de su reflejo, intentando, como solía hacer cuando se enfrentaba a un espejo (algo que siempre le había costado), encontrarse a sí misma. Cualquiera diría que una anodina chica de cabello castaño cobrizo y ojos marrones, cuyo aspecto físico no llamaba la atención, escondía tantos secretos… y tantas mentiras. Empezando por su color de ojos. Sus iris eran de color gris, casi transparentes. Eso los hacía muy sensibles a la luz solar y, además, destacaban enormemente. Por eso los ocultaba bajo unas lentillas marrones. Muy poca gente conocía ese secreto. Lucía era una de las pocas personas a quien había revelado el verdadero color de sus ojos, tras hacerle jurar que jamás diría nada. Le dijo que, por alguna extraña mutación genética, su iris carecía de color y que debía usar unas lentillas especiales que lo protegieran para no sufrir ninguna lesión. Por eso utilizaba esas lentillas que le daban a sus ojos un color marrón oscuro. Pero aquello había sido una mentira, como la mitad de su vida.

El color, o mejor dicho, la falta de color, de su iris se debían, en efecto, a una mutación genética, pero ni el sol ni ningún otro tipo de luz podían dañar sus ojos, ya que, salvo por el color, eran ojos completamente normales. Lo que escondían esas lentillas era un secreto mucho más complicado, un secreto que Miranda ni podía ni sabía cómo revelar a su amiga.

El problema era que, desde hacía tiempo, venía detectando en su amiga señales que podían indicar que ambas se parecían más de lo que Lucía sospechaba. Sus ojos eran el primer indicador: aunque siempre habían sido de color verde claro, lo cierto es que Miranda apostaría cualquier cosa a que, desde hacía un par de años, los ojos de su amiga habían palidecido levemente, de una forma tan gradual que tan solo alguien que conociera ese síntoma podría detectar.

Y luego estaba esa magnífica intuición que tenía Lucía para las cosas. Solía bromear diciendo que podía predecir el futuro, ya que, quien sabe por qué, si Lucía decía que algo bueno o algo malo iba a pasar, acababa por pasar. Claro que, por lo general, la vida se componía de una sucesión de cosas buenas o malas, así que tampoco era tan raro. Aunque alguna vez Lucía había hecho “predicciones” más concretas que habían resultado ser bastante exactas. De nuevo, la coincidencia entre los presentimientos de Lucía y los hechos ocurridos sólo significaban algo para quien supiera lo que aquello podía significar.

Miranda lo sabía bien, y rezaba para que tan sólo fueran paranoias suyas, ya que lo que podía haber detrás de la intuición de Lucía, lo que la propia Miranda escondía bajo sus lentillas era algo que podía acabar destrozando la vida de una persona. Y Miranda no quería ver a su amiga en una situación como la suya

 
 
 
 
 
 
 
* Premios Lawrence Olivier: galardón del teatro británico.

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